No es venganza, ni ganas de humillarlos o ridiculizarlos. Es pararles los pies, que vuelvan a la tierra. Una arquitectura barata y mínima, porque ni queremos gastarnos un duro, ni queremos dejar huella de este centro penitenciario temporal. Y participativa, móvil, porque ahora nos toca jugar a nosotros. Las relaciones visuales entre los encerrados cambiarán al azar, en manos de los turistas que se acerquen, dándole al centro un carácter lúdico. La vida durante el cautiverio será cruda y dura, mínima: una estufa será su única fuente de calor y la luz eléctrica la tendrán que sudar en una bici-generador, condiciones críticas durante los seis meses nocturnos. La comida, la leña y lo necesario para mantener su higiene lo encontrarán en la zona de intercambio, donde serán remolcados varias veces por semana.
Las grúas son parte del paisaje del fiordo, que volverán a activarse, aunque por razones muy distantes a las originales.
Se pretende así reeducarlos, restaurar sus valores humanos y hacerles sentir el poder de la naturaleza, su vulnerabilidad y debilidad, el valor de la vida misma, sobre el del dinero que tanto han ambicionado.